martes, 6 de octubre de 2009

El códice: una tecnología del libro

Hablar de “nuevas tecnologías” es una moda de nuestros tiempos modernos. A pesar de la antigüedad de la palabra tecnología, ya nuestro imaginario está muy viciado. Le anteponemos el “nueva” y, de repente, nuestra mente ve pantallas luminosas y toda suerte de aparatos electrónicos. Nuestra imaginación se ha quedado varada en la ilusión de la era digital y obnubila una memoria colectiva más antigua, de innovaciones que se remontan al primer homínido que le encontró un uso inteligente a los huesos roídos de la carroña. Y esto era tecnología y, para la época, muy novedosa, aunque no usara baterías ni tuviera código binario.

Las tecnologías del libro mutaron muchas veces antes de alcanzar su forma moderna. El códice fue quizás la más exitosa de esas mutaciones. El concepto fue revolucionario: las páginas dobladas (y luego cortadas) en forma rectangular permitían saltar hasta cualquier parte del texto, sin obligar a una lectura estrictamente lineal o integral; era portátil (se podía llevar atado al cinto o en una pequeña bolsa); era más fácil de almacenar y se podía leer en soledad. La era de la imprenta además introdujo la posibilidad de reproducir cientos, luego miles de copias de un ejemplar único y, con ello, el libro “literalizó” la cotidianidad.

Todavía hoy, el códice tradicional de papel se resiste a desaparecer por tratarse de una tecnología llena de ventajas: no emite gases contaminantes, no requiere de una fuente de energía para funcionar, es posible hacer marcas a voluntad y recuperar lo leído en cualquier momento, se puede comparar sin problemas un libro con otro y hasta pasar de mano en mano sin costo adicional.

Otras ventajas técnicas: su licencia de uso es vitalicia (o al menos, vitalicia en relación con la existencia útil del libro que, a menudo, excede por mucho el periodo vital de sus primeros compradores), no está limitada a un número finito de usuarios, sobrevive los vertiginosos cambios tecnológicos de la era electrónica (en otras palabras, no es necesario pasar de formatos obsoletos a los nuevos programas de lectura de textos) y tienta poco a los ladrones callejeros, deslumbrados y distraídos por los teléfonos de última generación y las computadoras portátiles.

Los detractores del añejo códice arguyen los problemas de almacenamiento físico, la destrucción de árboles para la producción de celulosa, la contaminación producida por la industria de papel y los altos costos ambientales y monetarios del traslado de un libro desde el lugar en que se imprime hasta las manos de su lector final. Es el costo de la producción física frente a la efímera existencia electrónica, a la merced del cambio permanente y de la inmanifestación material; una industria que tampoco es inocente en su cuota de destrucción medioambiental.

Aun cuando intuyamos que la sustitución del códice de papel es inminente, vale la pena darle su justo lugar en la historia humana como la tecnología que realmente es. La era electrónica apenas ocupa parte del último siglo de la evolución humana; el códice, en cambio, ya tiene dos milenios entre nosotros y, por ahora, sigue estando aquí, sin señas claras de desaparecer pronto.

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